Jueves 14 de Noviembre de 2024
Alicia Valdés Rojas, Terapeuta Ocupacional Famedsa. Profesora Asociada Universidad Central de Chile Magíster (e) en Cuidados Paliativos
La muerte es la única certeza en la vida, una verdad tan universal que, a pesar de su inevitabilidad, seguimos escamoteando. Aunque la mayoría de nosotros la enfrentaremos algún día, tendemos a posponer la conversación sobre su llegada, como si negarla pudiera retrasar su inevitable curso. Nos preparamos para muchos aspectos de la vida: estudios, carrera, familia, salud. Pero, ¿realmente nos preparamos para lo que ocurre al final de todo eso? La pregunta no es solo cuándo moriremos, sino cómo elegimos enfrentar el final.
Podemos pensar en la muerte como un evento o como un proceso. Como evento, es un hecho que ocurre en un momento concreto, con un inicio y un final bien definidos. Como proceso, es un conjunto de fases por las que atravesamos lentamente, a menudo sin que estemos plenamente conscientes de ellas hasta que nos tocamos con la realidad. En cualquiera de los dos casos, lo cierto es que la muerte, más allá de su definición biológica, es un acontecimiento profundamente humano, un rito de paso y un punto de inflexión que, tarde o temprano, nos tocará vivir.
Pero ¿de qué hablamos realmente cuando hablamos de la muerte? Para algunos es un suceso biológico, un final natural de la vida. Para otros, es un castigo divino, un tiempo de juicio o la culminación de una serie de actos humanos. También puede ser sinónimo de separación o reunión, dependiendo de las creencias, valores y experiencias de cada uno. Y más allá de lo que entendemos por muerte, el hecho es que, para todos, es una causa de gran angustia emocional. Nos genera miedo, cólera, frustración, incluso alivio. Puede acarrear una profunda tristeza o llevarnos a replantearnos nuestra espiritualidad.
El hecho de que la muerte sea tan distinta para cada individuo tiene mucho que ver con la historia personal, las creencias religiosas, el contexto cultural, incluso la sociedad en la que vivimos. Hoy, en la era moderna, la muerte ha sido cada vez más despojada de su carácter social. Lo que antes era un proceso comunitario, un rito colectivo, hoy es manejado por profesionales de la salud en hospitales o, incluso, en la intimidad del hogar. Esto tiene un impacto profundo en cómo vivimos la muerte, ya que, al perder la dimensión colectiva, también perdemos la oportunidad de reflexionar sobre ella en un entorno compartido.
La sociedad moderna también ha hecho de la muerte un tema privado, y no solo en su proceso físico, sino también en sus repercusiones emocionales. Muchos de nosotros no nos tomamos el tiempo para discutir qué queremos para el final de nuestras vidas. ¿Sabemos cómo queremos que nos traten en los últimos días? ¿Deseamos ser acompañados en nuestros últimos momentos? ¿Qué tipo servicios funerarios necesitamos? Sin embargo, la mayoría de las personas no se detiene a considerar estas preguntas hasta que el tema es ya inminente, y entonces se deja todo en manos de los familiares, cargándolos con una responsabilidad emocional y logística inmensa.
Pero el mayor desafío de todos es que, a pesar de saber que la muerte llegará, muchos preferimos no hablar de ella. Nos resulta incómodo, tememos las emociones que podrían desencadenar. La muerte, ese "enemigo invisible", sigue siendo el gran tabú de nuestra sociedad. Sin embargo, es precisamente al hablar de ella cuando realmente podemos empezar a enfrentarnos a nuestros miedos. Al reflexionar sobre cómo nos gustaría vivir ese proceso, y cómo queremos que nos acompañen, podemos tomar decisiones que nos permitan tener una muerte más serena, menos angustiante.
¿Es posible prepararnos para la muerte? Más allá de las decisiones prácticas, como dejar una herencia o planificar un funeral, la verdadera preparación tiene que ver con cómo manejamos las emociones y los miedos asociados con el fin de la vida. ¿Estamos dispuestos a afrontar nuestras propias preocupaciones sobre la muerte? ¿Podemos verbalizar lo que nos asusta? Si es así, podremos comenzar a trabajar sobre éstos y encontrar soluciones que, aunque no eliminen el temor y el dolor, nos ayuden a disminuir la ansiedad.
No se trata solo de nosotros. Si tenemos hijos o familiares cercanos, ¿estamos preparados para hablar de la muerte con ellos? ¿Sabemos cómo explicarles este concepto de forma adecuada, según su edad y su capacidad para comprenderlo? ¿Sabemos cómo actuar ante la muerte de un ser querido? ¿Estamos dispuestos a acompañar a alguien en sus últimos días? Todo esto forma parte de lo que implica enfrentar la muerte, no solo desde una perspectiva individual, sino también colectiva.
Así, al final, el verdadero desafío no es solo saber cuándo o cómo moriremos, sino cómo elegimos vivir ese proceso. Si tenemos la capacidad de hablar abiertamente de la muerte, podemos afrontarla con mayor serenidad y claridad, no solo para nosotros, sino también para los que nos acompañarán en esos momentos finales.
Vivir con la conciencia de que la muerte es parte de la vida nos permite encontrar la paz en el momento en que llegue, y ayuda a quienes nos aman a sobrellevar esa despedida.
La muerte es inevitable, pero la manera en que nos preparamos para ella es algo que sí podemos elegir.