Jueves 1 de Junio de 2017
Lo conocí en 1974, para el 18. Sus esbirros nos allanaron con escándalo antes del amanecer del aniversario patrio, entraron derribando la puerta de calle y, al parecer, habían estado antes, pues conocían la casa y no se tropezaron con nada una vez dentro, pues iban encendiendo las luces, las que estaban a un metro de altura para que los niños las encendieran. Nos apresaron, según me enteré después, porque tenían el dato de que allí se ocultaba el secretario general del MIR, tal vez eso explique que nos encañonaran con bazukas, levantaran con picotas el patio (por suerte respetaron el piso del gallinero) y que afuera hubiera una tanqueta. Todo esto en calma, sin gritos, sin vendas, dando órdenes precisas, casi con cortesía, aprovechando el estupor de la sorpresa. Y, claro, el miedo es insoportable; creo tener bastante autocontrol, pero mis rodillas se golpeaban descontroladamente y terminé con hematomas. Quien diga que en una situación así no siente miedo, miente. Todos tenemos miedo, pero lo importante es cómo lo procesamos.
Llegamos a un lugar que días más tarde sabríamos que era la Academia de Guerra Aérea, y nos dejaron hasta el amanecer sobre unos colchones en el patio, después nos acomodaron en el subterráneo. En el patio se escuchaba transitar a mucha gente que, para entenderse, gritaba, ya que se escuchaban tres televisores encendidos sintonizados en tres canales distintos. En el subterráneo se escuchaban menos. En ese lugar estuvimos 48 horas de pie, sin poder afirmarnos contra el muro, vendados con un artilugio hecho de género de toalla, color verde agua y bastante grande. Luego nos instalaron en unos pisos sin respaldo, vueltos hacia la pared, sin posibilidad de afirmarse a descansar, también nos entregaron una frazada. Todavía nadie nos preguntaba nada.
El tercer día entramos en una rutina que consistía en ir formados al baño, afeitarse, volver, sentarse en el piso y un desayuno de té con una hallulla con algo que no era jamón. Había un almuerzo y una cena bastante frugales. Ese día conocí a Edgar Ceballos, que se hacía llamar Inspector Cabezas, y fue desconcertante.
Me ordenó que me quitara la venda. Él estaba de civil y con camisa blanca y corbata, en un gran escritorio. Se incorporó y me dijo 'ponte los anteojos y en ese mural dime donde te ubicas tú'. Efectivamente, en el muro de su oficina estaba una reconstrucción del organigrama del MIR. En cada lugar que conectaban líneas había recuadros vacíos, otros con nombre completo y otros con nombres políticos. Lo miré con cara de ignorancia total y le dije que no entendía qué quería que hiciera si no tenía conexión alguna con esa organización.
Su reacción fue divertida, se rió y me dijo que todos negaban al comienzo, enseguida me preguntó otras cosas, como dónde había estudiado, quiénes habían sido mis profesores y mis compañeros del último año del liceo. Cuando supo que había estudiado ingeniería, me preguntó por los cursos y sus contenidos. Al parecer quedó conforme, pues, en una desconcertante acción, se despidió de mano y llamó a los que me habían traído, dos sujetos de aspecto turbio, barriobajeros, de ambo con chaqueta azul marino y con estridentes corbatas; para mi gusto, demasiado perfumados. Estos dos me llevaron a empujones y amenazándome al subterráneo.
Dos días después, me llevaron los dos anteriores diciéndome que confesara, que de lo contrario las consecuencias sería terribles. Los acompañaba un uniformado que insistía en empujarme con el cañón de su fusil para desequilibrarme y me golpeara con el muro, ya que iba vendado. Ceballos jugó ese día el rol de descontrolado, me dijo que yo "le" había mentido, que los otros prisioneros me habían delatado, que no podría salir bien librado, que no me hiciera el leso, que éramos una escoria que estábamos perdiendo la guerra, etcétera. Gritaba, se paraba y se sentaba, se tomaba la cabeza y fingía una histeria que no existía. Luego me bajaron a patadas hasta el subterráneo sus elegantes amigos.
Pero ese día supe que no tenía nada, que nadie había hablado y que, quizás, ni siquiera sabía a quiénes tenía de prisioneros. Cuando por las mañanas íbamos al baño, uno veía con la cara descubierta quiénes salían y casi todos eran miristas de distinto nivel. Era evidente que se trataba de una lucha personal contra el MIR y que su fracaso era de él y no institucional. Esa tarde me di cuenta también de que sus poderes eran omnímodos en la AGA, pues ocupaba la oficina del director y estaba preocupado de mil cosas y mandaba incluso a través del teléfono y a gritos a gente que no veía, pero que estaba afuera. Todo mostraba un gran poder, lo que intimidaba.
En uno de los interrogatorios que me hicieron sus amigos, se excedieron en los castigos y fueron, más que violentos, sádicos. Era claro que no tenían qué preguntar, pues repetían frases amenazantes casi como las que el tirano decía en la televisión, pero con muchos garabatos. Creo que nadie ha relatado que su lenguaje era muy obsceno, ofensivo, pero sobre todo blasfemo, las ofensas a Dios y a la Virgen eran recurrentes y, en menor medida, a los curas y los canutos; no recuerdo haber oído frases antisemitas. Aunque hablaban correctamente, fui interrogado por extranjeros, quizás por brasileños o americanos, mucho tiempo después supe que había interrogadores israelíes, no recuerdo haber escuchado su acento ni su habla. Todo esto se hizo estando vendado y sentado en un piso. Quienes golpeaban eran chilenos que celebraban su patriótica tarea: dar puñetes, golpear la boca y, corriendo la venda, hacer el teléfono. Una cosa rara fue introducirnos migas de pan en los oídos.
La gentileza de Ceballos era inversamente proporcional a lo que hacían sus amigos con nosotros. A veces, me llevaban y estaba absorto en sus papeles y no me atendía, incluso me ofrecía agua y cigarrillos. No sé si fumaba, nunca lo vi hacerlo, pero sacaba cigarrillos de sus bolsillos. Le conocí su colección de trajes en colores tierra, ocres y demás variedades de café claro, camisa blanca y corbata al tono; nunca vi sus zapatos, a pesar de que se sentaba en el escritorio.
Durante varios días no me hizo subir a su oficina. Fue peor, pues quedamos a merced de sus dos ayudantes, más otros chilenos y extranjeros. Siempre vendado y esos dos siempre demasiado perfumados. Se trataba de hacernos sufrir, se nos aterrorizaba, se nos golpeaba, se escuchaban gritos, pero no de nuestra sala, creo, pero los escuchábamos, en estas sesiones había más presos, no sé cuantos más, tal vez tres o cuatro, a veces seis y más; según las distintas voces, todos éramos varones. Algunas sesiones con electricidad marcaron profundamente nuestras vidas, no solo por lo insoportable del dolor, sino también por la soledad, ya que, al contrario de los otros centros de detención y tortura, llegábamos para estar aislados en el subterráneo y era imposible hablar entre los presos –entre cada preso había un soldado armado, al que había que decirle 'centinela' cuando teníamos que llamarlo–. Ciegos y mudos la mayor parte del día, desarrollé una rutina de reflexión sobre Ceballos, de oración y de repaso de algunas materias que estudié; de no ser por eso, habría enloquecido.
Tiempo después fui llevado a su presencia, me preguntó por mi vida personal, se asombró al enterarse que era católico, no podía entender que hubiera miristas creyentes... y ahí ocurrió lo más bizarro: me contó que él era católico, que sus hijos iban a colegio católico, que combinaba bien en su vida ser creyente y aviador, que él fue aviador por amor a la patria, habló de sus padres y ancestros (más tarde me enteré que su padre era ecuatoriano) y, como lo haría muchas veces más, decía querer que el MIR se rindiera porque estaba muriendo la "flor y nata de la juventud chilena". Que su servicio de inteligencia era superior a todos los demás, especialmente al del Ejército. Hablaba con admiración de los miristas, de lo que él había hecho por contener a los chambones militares. Mis temores eran que con nosotros se equivocó y ello significara nuevas sesiones de tortura con sus ayudantes perfumados. Después de esa citación no vi más a sus amigos, ahora me llevaban conscriptos; sin empujones ni golpes con sus armas, me conducirán tomándome de un brazo.
Deben haber sido otras tres subidas a su oficina las que me permitieron concluir la alta opinión que tenía de sí, la curiosa opinión que tenía sobre el MIR, el explícito desprecio por las fuerzas represivas del Ejército, su lectura "patriótica" de Chile y su historia (un nacionalismo como el de Leigh, quizás), su autoevaluación como persona de estrato alto tradicional y, tal vez lo más importante, la necesidad de tener auditorio cautivo, si yo era un preso, no su interlocutor o confidente.
Salí sin cargos, con un certificado de prisionero de guerra, trescientos escudos, un paquete de galletas y en una bolsa plástica mi cinturón, los cordones de mis zapatos y los objetos que tenía en los bolsillos. Mi certificado de puesta en libertad lo firmó el director de la Academia de Guerra Aérea, quien estaba relegado en un cuartito al lado de la puerta de entrada.
¿Por qué es mi torturador favorito todavía? Simplemente porque no se ensució las manos con nosotros –lo dejó a cargo de sus amigos, aunque simuló siempre no saber qué pasaba abajo– y tenía, dentro de todo, un rasgo de racionalidad. Me regaló un encendedor desechable y un paquete de Viceroy. El único momento de humanidad que viví fue cuando, después de volver como estropajo de la electricidad, un conscripto centinela me regaló subrepticiamente una pera y al oído me dijo: "No se la coma altiro, yo soy de Curicó". Hasta ahora le estoy agradecido. La evaluación moral de Edgar Ceballos Jones me la reservo.