Martes 19 de Junio de 2018
Tomo nota cuando el gran Carlos Gardel menciona en uno de sus tangos: “las callecitas de Buenos Aires, tienen ese… que se yo”, aunque creo que esa referencia no iba dedicada al público lector. La capital del país vecino deslumbra no solo por su estética europea con aires del místico cine de los hermanos Lumière, también porque en cada cuadra nos topamos con una librería y eso para un “busquilla” de lecturas, autores y ediciones varias, equivale a dejar a un niño en una juguetería.
La cultura literaria tiene esto de ir a por títulos, autores y ediciones desconocidas, lo que va conformando un público específico. Lamentablemente, como diría Benjamin, esa falta de razón aurática en la producción artística ha hecho florecer una industria editorial que vela más por un bien económico “embellecido culturalmente” más que un “objeto noble” en términos de su creatividad y trabajo. Dado los tiempos de la reproductibilidad técnica, el libro ha quedado relegado a su faceta de artefacto cultural y, por lo tanto, no es de extrañar que la proporción de títulos que se encuentran en librerías correspondan, en su mayoría, a artefactos culturales provenientes de grandes conglomerados editoriales transnacionales.
Durante la década de los noventas grandes empresas editoriales comenzaron, literalmente, una empresa que carcomió la mediana y pequeña producción editorial en países como Argentina, México y Brasil. Si traducimos el proceso en cifras, aproximadamente el 75%, o dicho de otro modo, tres de cada cuatro libros que encontramos en librerías argentinas –y chilenas- por ejemplo, son de una gran empresa editorial. Retomo la idea del “artefacto embellecido culturalmente” pues editoriales como Penguin Random House o Planeta, han ideado estrategias comerciales de diversificación de su catálogo a tal punto que hacen que la nobleza del libro quede en calidad de un producto que genera ganancias a largo plazo, llámese a eso: trabajar con autores que “suenan”, re-editar proyectos anteriores o, como se dice en términos coloquiales, “ir a la segura” sobre qué, a quién y para quién editar.
El catálogo con el que trabajan este “gran empresariado editorial” se aprecia en los títulos de los escaparates de las librerías, pero su epíteto recién lo concebimos en la autoría relativa del copyright, que hace que el conocimiento y contenido de algunos títulos referidos a autores connotados, solo quede en manos de estos grandes sellos editoriales, lo que limita y reafirma una toma de posición en pos legitimar sus derechos de autoría. Ahora bien y sobre lo anterior, ¿qué pasaría si le sumamos digitalización legal y nuevos formatos de lectura? El resultado de esta operación deviene en un libro objeto, cerrado en sí mismo en términos de apertura del conocimiento, y cuya nobleza física se ve mancillada.
Lo cultural tiene algo de salvaje, casi natural en el sentido de exuberancia; de tal modo que si bien un grupo editorial económicamente poderoso se asiente como proyecto verdadero, también hay corrientes subalternas –hasta decoloniales- que juegan al margen sin siquiera inmutarse. Más aún, diría que uno de sus propósitos consiste en contravenir al mundo editorial oficial con prácticas renovadas que de alguna manera ennoblecen al mundo literario y al libro al mismo tiempo.
Desconozco las cifras exacta sobre las cantidades de cartón que se deshecha a diario, pero sí puedo exponer que hay un pequeño sector editorial que trabaja con ese material. El caso de las editoriales cartoneras, y asumo que si es que no queda manifiesto, apuesta por una variante no regida por un “libro objeto y embellecido culturalmente” que reditúa ganancias en el largo plazo. Por el contrario, dado el orígen humilde de este grupo de editores, su posición en la escena de la cultura literaria y editorial queda a nivel de una vanguardia que no va en busca del dinero, sino de exhibir y divulgar su trabajo como expresión de arte.
Dado el móvil contestatario del arte que lee la realidad no en códigos economicistas, no es extraño que muchos escritores novatos e incluso consagrados, en pos de mostrar su apoyo entreguen sus manuscritos –sin derechos de autor- para que los muchachos y muchachas de las editoriales cartoneras comiencen a hacer gimnasia intelectual y artística en la producción del libro -y al respecto creo que tanto Adorno como Benjamin tendrían que coincidir en que la esencia del libro permanece intacta-. Lo llamativo de este tipo de trabajo consiste, justamente, en operar con códigos abiertos de autoría literaria (copyleft): como la mayoría de los escritos son donaciones, el conocimiento queda a libre disposición, lo que permite mayor libertad al momento de tomar decisiones editoriales y establecer redes de amistad con pequeñas editoriales para compartir el catálogo y artefactos culturales.
Es verdad que las grandes editoriales van por su lado y no niego su presencia abrumadora en el mundo editorial, sin embargo su preeminencia en la cultura literaria no llega a ser total. Aún hay posibilidades para que pequeños editores emerjan con nuevos proyectos y propuestas que no se fundamentan en una apuesta segura y limitante del mundo editorial convencional. Lo que se rescata, por su parte, es la iniciativa contestataria y vanguardista del grupo de ediciones cartoneras es que no solo ven al libro como objeto de contemplación cultural, sino también como un artefacto noble que debe ser trabajado, buscado y leído. Aun así me pregunto, ¿qué les deparará el futuro a estas editoriales cartoneras tomando en cuenta la era de la reproductibilidad técnica?, ¿se transformarán en actores que cambiarán sus intereses o continuarán con su práctica cultural atrayendo nuevos lectores y modificando la forma en que se edita y se percibe el libro? Las respuestas a estas interrogantes quedan abiertas de momento.