Martes 5 de Diciembre de 2017
Por Gabriel Urzúa, psicólogo, director Escuela de Psicología, Facultad de Ciencias Sociales, Universidad Central de Chile.
Quisiera comenzar contándoles que hace pocos días me enviaron un breve video donde Fernando Savater – filósofo, crítico y ensayista español- realiza algunas reflexiones acerca del conflicto. El video comienza con Savater citando al filósofo francés Montesquieu, el cual afirmaría que cuando en una sociedad acercamos el oído y no oímos nada, no oímos ruido, quiere decir que se trata de una tiranía (el video está disponible en YouTube y se llama ¿Cómo sería una sociedad sin conflictos?). En otros pasajes del video, Savater, ahora en sus propias palabras, señala que la libertad consiste en la contraposición, en el enfrentamiento de opiniones y posturas. En tal sentido, metaforiza de la siguiente manera: en una sociedad democrática los parlamentos serían una representación teatral incruenta de la guerra civil. Es decir, en vez de matarnos a garrotazos en la calle, hemos decidido tirarnos los trastos en el parlamento, para luego tomar todos juntos un café (de acuerdo con la metáfora de Savater, el parlamento podría ser cualquier lugar donde esté permitida la divergencia de opiniones, es decir, el living de su casa, la plaza pública o el salón de reuniones de su trabajo potencialmente podrían operar en tal sentido). Para rematar, el filósofo español destaca que una sociedad sin conflictos es una sociedad muerta, una sociedad en que la gente se ha desinteresado de los problemas, donde nadie propone ideas nuevas, en síntesis, un lugar donde a nadie le interesa cuestionar lo que se está haciendo.
Lo anterior, me llevó en parte a escribir lo que leen, tomando posición a favor de lo que Savater propone en su video. En consecuencia, y ahora en mis palabras, quisiera plantear lo siguiente: el conflicto es consustancial a toda relación social y a toda estructura o sistema social; y que su presencia no es por defecto sinónimo de destrucción, sino que la clave, desde mi punto de vista, estaría en los mecanismos de intermediación que permitirían su resolución. En tal sentido, los conflictos no pueden eliminarse, sólo regularse en pos de contribuir a enfrentar de mejor manera el desacuerdo.
Esta dicotomía- entre conflicto como destrucción o como posibilidad de cambio- ha estado presente en la génesis del pensamiento social. Por ejemplo, para los primeros teóricos del funcionalismo, el conflicto era sinónimo de desviación del orden social, por tanto, éste debía ser anulado en pos de mantener a la sociedad en armonía y estabilidad. Por otro lado, para Marx el conflicto, cristalizado en la lucha de clases, era el protagonista de los procesos sociales y la dinámica histórica; y para los sociólogos Coser y Dahrendorf – quienes realizaron consistentes aportes en el estudio del conflicto social en la década de los cincuenta- el conflicto contiene una función notable: dar paso al cambio social.
Dicho lo anterior, desde mi perspectiva, el conflicto no sería sinónimo de desviación del orden social, ni menos respondería a un estado (psico) social patológico. No obstante, tampoco lo considero irreflexivamente beneficioso y que per se contendría la notable función de dar paso al cambio social. Esto porque el conflicto, dada su imposibilidad de no irrupción, necesita regularse, y para regularse, primero que todo exige instalarse en el discurso y en la acción, y luego requiere de la construcción de instancias y estructuras que permitan su resolución (esto último que podría leerse como algo sobre abstracto, desde mi perspectiva es plausible de aplicar tanto en las relaciones con amigos y familiares, hasta en las relaciones que se establecen en los lugares de trabajo entre los equipos y sus jefaturas y viceversa).
Por otro lado, resulta interesante señalar que en nuestro país, y desde distintas esferas de lo social, el conflicto es connotado como “algo negativo”. Muchas veces oímos peyorativamente decir “esta persona es conflictiva”. Esto puede ser ilustrado a través del relato de una de las personas entrevistadas en un estudio que realicé hace algunos años justamente a propósito del conflicto y sus posibilidades de intermediación en el Chile actual, a saber:
"...Pareciera ser que valoramos más la paz de los cementerios que la posibilidad de interactuar entre las personas, es decir, como que no tenemos herramientas para mediatizar el conflicto, para resolver el conflicto, para hablar del conflicto, no tenemos palabras..."
En tal sentido, resulta interesante hacer mención a la “cultura de los acuerdos” que ha imperado en el país desde comienzos de la década de los noventa, lo cual ha estancado la reflexión acerca del conflicto, inclusive anulando su enunciación en el discurso social (esto resulta interesante sobre todo si entendemos que las personas somos un producto sociocultural, es decir, en gran parte, somos lo que somos gracias – o por desgracia – a la sociedad que pertenecemos). Afortunadamente los estudiantes y las nuevas fuerzas políticas que han logrado visibilidad en el país durante los últimos 10 años, evidencian graves síntomas de agotamiento de este paradigma. Es esperable entonces que esto logre permear las distintas capas de lo social.
Para cerrar, insisto en la premisa acerca de que el conflicto es consustancial a la naturaleza humana, es parte de nuestras complejidades, por lo tanto el conflicto es una realidad, tanto en el caso de rotularlo como algo negativo o como una oportunidad. Para todo efecto, tengo la certeza que lo peor que podemos hacer es reprimirlo (actitud típica de los totalitarismos, muy ineficaz y peligrosa), sino que debemos buscar regularlo propiciando el diálogo y el debate, bajo la consideración ética que las diferencias son propias del quehacer humano en sus más variadas dimensiones de existencia.