Lunes 7 de Marzo de 2016
Encargado de Proyectos e Investigación Facultad de Ciencias de la Educación. Licenciado en Filosofía, Pontificia Universidad Católica de Valparaíso; Magíster en Políticas Sociales, Universidad Arcis; Master en Investigación y doctor en Antropología Social de la Universidad Autónoma de Barcelona.
La encuesta Adimark de febrero aporta datos interesantes para la reflexión. Más allá de los resultados a los cuales ya estamos acostumbrados en torno a la popularidad del gobierno y la presidenta, hay dos preguntas cuyas respuestas llaman profundamente la atención. Ambas sobre el acuerdo o desacuerdo que provocan la reforma educacional y laboral. Es importante precisar que las preguntas no buscaban evaluar la forma en que el gobierno las está llevando a cabo, ni su oportunidad o profundidad, sino simplemente si hay, o no, una opinión favorable a tales iniciativas. Por eso, lo llamativo es que el desacuerdo para la reforma educacional alcance al 45% mientras que en el caso de la reforma laboral se empine al 48%. Por contrapartida quienes están a favor son el 46% y 36% respectivamente.
La pregunta que uno podría hacerse es por qué casi la mitad de la población (asumiendo de antemano que más allá de la posible manipulación o errores metodológicos, las encuestas en algo reflejan la realidad), está en desacuerdo con estos necesarios cambios. Cómo podría alguien oponerse a la gratuidad en educación (lo lógico sería oponerse a que no sea derecho universal) o a la ley de inclusión que impide la selección en los colegios que son financiados por todos nosotros a través del Estado; o a la posibilidad de fortalecer los sindicatos y aumentar el poder de negociación de los/as trabajadores frente a los empresarios, precisamente en un país en que los abusos de algunas empresas son parte de lo cotidiano. De verdad resulta insólito.
La única revolución llevada a cabo en Chile, como califica Tomás Moulián a la "obra" del régimen, no solo generó muerte y desolación, sino también un profundo cambio valórico que trastocó nuestra de forma de concebir la vida como colectivo y, particularmente, el rol del Estado en la satisfacción de nuestra necesidades y en el resguardo de los derechos sociales. Entre las profundas consecuencias y heridas que dejó la dictadura cívico militar, y que la democracia no logró restañar, está la pérdida absoluta del valor y sentido que como sociedad tenemos de lo público.
La fuerte segmentación impuesta por la dictadura y defendida hasta hoy incluso por los propios "segmentados" (la CONFEPA fue un claro ejemplo, lo mismo quienes asumen y legitiman que la educación o salud son bienes de consumo que dependen de la capacidad de pago individual), generó la disminución y anulación de los espacios de encuentro, instalando en su lugar la desconfianza frente al otro/a y un miedo a lo colectivo del cual resultará difícil recuperarnos.
Por eso, en tanto no seamos capaces de entender lo que significa la vida en sociedad, lo que implica tener derechos sociales como ciudadanos y el rol del Estado como garante de ellos (y no como mero agente subsidiario que termina financiando a los privados), será complejo dejar de lado el individualismo que nos caracteriza y avanzar hacia una verdadera convivencia democrática basada en el valor de lo público y no del mercado.