Miércoles 5 de Agosto de 2020
Columna del Prof. Luis Riveros, decano de la Facultad de Economía, Gobierno y Comunicaciones
La violencia no es modo de entendernos como sociedad. Siempre han de existir apreciaciones distintas y diversas propuestas respecto a nuestra problemáticas, pero recurrir a la violencia para imponer esas ideas no es siquiera una vía de solución, sino que es el camino para profundizar las diferencias, alejar la posibilidad de salidas de entendimiento, y crear confusión y dolor entre las víctimas. Chile ya ha pasado por muchos episodios de dolor a lo largo de su historia, incluyendo guerras civiles y golpes militares. De todo eso no ha quedado sino una lección: el camino del entendimiento ha sido siempre más productivo, más justo, más esperanzador.
El dolor que causa un enfrentamiento entre ciudadanos deja secuelas de largo plazo, que se manifiestan a lo largo del tiempo con connotaciones de resarcimiento, no posibilitando ninguna salida permanente. Las nuevas generaciones, que van recibiendo el discurso de odio legado por generaciones que no supieron asumir su responsabilidad en el caos, son las víctimas de un proceso que no necesariamente entienden, como que el legado histórico ha quedado muy atrás. No recibirán más que estímulos para continuar proyectando el dolor y la incomprensión a lo largo del tiempo.
Desde hace mucho, la Araucanía representa un rezago importante respecto al país y su evolución económica y social. Las disputas se proyectan hacia tiempos inmemoriales y a reivindicaciones que tienen mucho de histórico y simbólico más que de una realidad objetiva abordable por las actuales generaciones. La protesta tiene más que ver con el retraso, la postergación y la discriminación presente, que al alegato por causas enraizadas en un distante pasado. Pero aquí existe un campo de cultivo importante para las ideologías, especialmente las que promueven el separatismo y la guerra contra aquel Estado unitario que se gestó hace más de un siglo y medio. Se trata de poner esos dolores históricos como la antesala necesaria para un enfrentamiento entre connacionales, bajo el escudo argumental de que existe otra Nación que no acata los dictámenes de la primera. Y esa otra Nación se ha declarado en armas contra la Nación constituida, todo ello bajo un indisimulado rostro de reclamación más ideológica que nada. Las tomas de edificios públicos, la destrucción de propiedad pública y privada, la agresión entre personas, el desconocimiento de la institucionalidad, son síntomas de grave disrupción. La misma que se trata de remediar con acción policial y militar que llevarán a un enfrentamiento que, como lo muestran los acontecimientos de Collipulli, resultará en bandos civiles enfrentados.
Desde hace mucho, la Araucanía representa un rezago importante respecto al país y su evolución económica y social. Las disputas se proyectan hacia tiempos inmemoriales y a reivindicaciones que tienen mucho de histórico y simbólico más que de una realidad objetiva abordable por las actuales generaciones.
Ha faltado diálogo desde hace mucho en esta situación. Los representantes políticos de las regiones envueltas han hecho más por abanderizarse con uno u otro de los grupos enfrentados, que por propiciar un diálogo y un accionar para atender las prioridades reales de esa zona. Sucesivos gobiernos, de distintos sellos políticos, han ido posponiendo este problema, el cual se ha agravado en forma creciente. Los políticos hoy día ven a este problema más como un instrumento poderoso para atacar las distintas posiciones en el marco contingente, que por buscar soluciones equilibradas, lejos de las acusaciones cruzadas y cerca de una visión de país unido y en progreso. Lo irracional de esta aproximación de los políticos al problema vigente, ahonda las diferencias y sirve de estímulo para las visiones extremistas que hoy día abundan de lado y lado. Lo más grave, el país y su ciudadanía han perdido de vista las reales dimensiones y los alcances efectivos del conflicto desatado en esa zona. Solamente se entera por las notas de dolor que causan los distintos sucesos que no cuentan con la mejor institucionalidad para encauzarlos.
Bien haría el sistema político en adoptar dos pasos fundamentales. El primero, establecer un diálogo franco de Gobierno y Parlamento sobre el problema de la Araucanía, para dar una señal de fortalecimiento de la institucionalidad y poner de relieve la preocupación que como país debemos tener sobre los problemas vigentes. Aquí es donde se precisa un acuerdo de país. El segundo, una instancia de encuentro, en la línea de un diálogo social, liderada por figuras independientes para crear una legítima conversación que produzca acuerdos duraderos, que aíslen a los grupos más extremos y establezca un camino de progreso y paz. La historia y las nuevas generaciones merecen este esfuerzo por restaurar lo retrocedido. Se debe imponer paz y justicia a un pueblo sufrido y a una región llena de interminables sufrimientos que duelen a todo Chile.
Fuente:Diaaroestrategia.cl