Martes 5 de Marzo de 2024
El regreso de Donald Trump a la Casa Blanca parece inminente. La gran novedad que traerá consigo esta nueva etapa será el fuerte crujido de la OTAN. La advertencia que ya hizo es clara. Si no se reformula desde sus cimientos, habrá un quiebre y Europa deberá adecuar sus Fuerzas Armadas y su interlocución mundial a partir de esa nueva realidad.
Sería absurdo e inconducente no tomar noción de la fuerza de sus palabras. Con apenas haber puesto énfasis verbal en el tema de los aportes presupuestarios europeos a la alianza atlántica, Trump como candidato, dio una clarísima señal de lo que se viene. No es casualidad entonces que políticos, medios y redes sociales de aquellos países se encuentren debatiendo las consecuencias de todo esto.
Pero hay más asuntos a considerar en esta línea. Todos muy graves. Por ejemplo, la reciente negativa del gobierno alemán a enviar misiles Taurus a Ucrania, esa arma inteligente capaz de atravesar objetivos a 500 kms de distancia, que, según expertos, cambiaría la guerra de forma definitiva. Su sofisticación es tal que implicaría el necesario envío de soldados alemanes a la zona del conflicto. O sea, tomar riesgos incalculables. Especialistas aseguran que sin los Taurus de por medio, esta guerra -tan poco estimada por Trump- parece decidida.
Luego, la iniciativa del Presidente de Francia, Emmanuel Macron, de tener abierta la posibilidad de enviar soldados de la OTAN a Ucrania, sufrió rechazos muy explícitos y advertencias de respuesta nuclear de parte de Putin. La reciente Conferencia de Seguridad de Munich concluyó que son demasiadas las nubes oscuras que se ciernen.
En resumen, hay un ruido subterráneo, una dinámica de hechos desencadenantes, que hacen presagiar cambios en los cimientos de ese gran ejemplo de multilateralismo llamado pacto noratlántico. Lose-lose dynamics la llaman.
Desde luego que sería utópico pensar que alguien puede permanecer al margen de este tsunami. América Latina, por alejada que se sienta del teatro de operaciones europeo, tampoco. Con un Occidente bifronte, aparecerá en el horizonte regional esa definición tan angustiante que visualizó Octavio Paz cuando le preguntaron si América Latina era parte de Occidente y contestó: “Sí, aunque un poco salida del eje… es un polo excéntrico de Occidente… ex – céntrico”. Este panorama abrirá ante la región un gran dilema, expresado en una soledad estratégica, parafraseando el popular libro de Ricardo Lagos, Jorge Castañeda y Hector Aguilar Camín.
El dilema latinoamericano emana del hecho que la observación de Paz contiene aún grandes dosis de vigencia. Sabido es que una de las claves distintivas de Occidente son las instituciones que se ha dado, y que la cualidad de polo excéntrico, observable en los países latinoamericanos, proviene justamente de su débil arquitectura institucional. Bolivia no es Finlandia, Honduras no es Suiza, Venezuela no es Francia. Ni siquiera Cuba es comparable a Malta. Aunque los países latinoamericanos se hayan dotado de instituciones y prácticas políticas de Occidente, estas se han infectado con el auge del populismo y la corrupción.
Con instituciones débiles, inmersa en democracias defectuosas y con esa mentalidad de estar permanentemente en “estado de insatisfacción”, como constataba Carlos Alberto Montaner, ¿cómo podrían los países latinoamericanos superar su soledad estratégica si Estados Unidos y Europa terminan bifurcándose?
Luego, en un plano más conceptual, cualquier hendidura en la OTAN repercutirá en la forma en que los países occidentales centrales (y latinoamericanos) se relacionan y entienden el multilateralismo. Es del todo natural asumir que sin confianza mutua no hay acuerdos internacionales viables.
Quizás hay que remitirse a la proclividad de los países latinoamericanos a consumir sus energías vitales en proyectos utópicos, en crispaciones inconducentes, en minucias domésticas y ombliguismos de diverso tipo, para explicarse la ausencia de discusiones sobre el impacto acá de un mundo sin OTAN, o con dos OTAN, o con una OTAN fracturada.
Ante tal escenario, las preguntas existenciales desde esta parte del mundo no son pocas. ¿Cómo se concibe la defensa de América Latina si Occidente se divide?, ¿quiénes serán los socios privilegiados en materia de comercio, de diálogo político y suministro de armas?, ¿cómo va a repercutir esto en los esquemas regionales?, ¿qué harán aquellas FF.AA de la región que hoy se jactan (y con buenas razones) de haber alcanzado estándares OTAN en materia de procedimientos y concepción de los conflictos?.
Quizás en esta clave hay que entender la definición de Javier Milei, respecto a la pertenencia de Argentina a Occidente. Sin embargo, pese a lo relevante de su definición, a la luz de lo descrito, bien podría quedarse corta.
Y es que -matices más, matices menos- en América Latina pervive, como si fuera ad eternum, esa sensación surgida tras la Segunda Guerra Mundial de que pertenecemos a una comunidad global, basada en una voluntad cooperativa y que tal presunción es suficiente para interlocutar con quien sea sobre cualquier materia. Al multilateralismo se le asume como algo neutro en lo procedimental y casi inocuo en lo político. Se estima que el multilateralismo produce orden y legitimidad. Todo sería multilaterizable.
Sin embargo, ya hay ruidos complicados que empiezan lentamente a provocar cambios en estos pareceres. La verdad es que hasta la estampida descontrolada de refugiados venezolanos hacia todo el continente y la transnacionalización de la violencia del crimen organizado, nadie por estos lados imaginaba las dimensiones que estos fenómenos tomarían. Se ha empezado paulatinamente a presentir que las migraciones descontroladas, el crimen organizado y la lucha por recursos bien podrían disolver como azúcar granulada en el agua los intereses nacionales.
Sin embargo, la conmoción no es pareja aún. Se mira con interés, pero con algo de inquietud las soluciones aplicadas por El Salvador y Ecuador. Todavía nadie quiere pensar en incorporar empresas privadas en gran escala, como ocurre en Africa. Nadie tiene en mente la posibilidad de guerras proxy, como en el Medio Oriente. Nadie se pregunta con franqueza, ¿qué harán los países de la región si estalla una guerra entre Guyana y Venezuela por el petróleo?.
Es realista entender que tomará todavía algún tiempo asumir que el caudal de violencia ya no es traducible a un sistema cooperativo y dialogante de contención y que para la efectiva irrupción de figuras tipo Bukele, Milei o Noboa, se requiere de una percepción aún más generalizada del deterioro. Por ahora, pareciera que el “estado de insatisfacción” que hablaba Montaner no se ha profundizado lo suficiente.
Sintetizando, la OTAN y el multilateralismo, como los hemos conocido, más temprano que tarde, serán tempi passati. Se comienza a hacer realidad lo que Robert Kaplan pronosticó en 2001 en su ya clásico texto The coming anarchy. Desde la soledad estratégica latinoamericana se mirará con nostalgia lo que se conoció.
Revisa la columna acá en El Líbero.