Martes 19 de Marzo de 2024
¿Debe un país, regido por el estado de derecho, apostar a que el paso del tiempo genere amnesia total y que actos terroristas de alta conmoción pública caigan en el olvido? Difícil encontrar respuestas unívocas. Alemania acaba de dar una lección bastante maciza al respecto.
Hace algunos días, en Kreuzberg, un barrio a orillas del río Spree en Berlín, se produjo la espectacular detención de una antigua terrorista del otrora famoso Ejército Rojo Alemán (Rote-Armee-Fraktion). Fue espectacular desde el punto de vista policial, pues Daniela Klette llevaba ya treinta años prófuga de la Justicia. Los policías cayeron por sorpresa en su departamento. Fue también espectacular desde una óptica política, pues el estado de derecho alemán mostró una vitalidad sencillamente extraordinaria.
No es fácil encontrar otro ejemplo de un país capaz de exhibir un logro de tal envergadura. Armarse de paciencia y mantener la eficiencia, para llegar a destino luego de tres décadas de búsqueda, es sencillamente asombroso.
Fue a fines de los 70, cuando Daniela Klette y sus cómplices de la RAF tuvieron por las cuerdas a la estabilidad democrática alemana. Gobernaba por ese entonces el carismático socialdemócrata Helmut Schmidt y, aunque se logró acabar con la peligrosidad del grupo, quedaron algunos cabos sueltos. A varios de los perpetradores parecía habérselos tragado la tierra. Uno de ellos era esta socióloga de familia muy pudiente y que abrazó la causa sin razones claras.
El germen fue ese creciente sentimiento antibélico gestado en Alemania, y en toda Europa, en los años 60. La guerra en Vietnam les molestaba. Un grupo de veinteañeros, seguidores del carismático Andreas Baader, se fue haciendo muy activo y terminó mutando. Diseñaron y ejecutaron acciones terroristas, especialmente urbanas, que terminaron sacudiendo el país.
A poco andar, decidieron declararle la guerra a la Alemania de entonces. Bautizaron su nueva vida en abril de 1968 con un atentado incendiario de grandes proporciones en una tienda de retail, famosa por aquel entonces, la Springer Kaufhaus. Sus principales líderes fueron apresados, pero, Andreas Baader y Gudrun Esslin lograron movilizar a la opinión pública encendiendo simpatías entre los jóvenes. Todo, desde la cárcel en Stammheim. El resto del grupo se dio a la fuga, pasando unos a la clandestinidad y huyendo otros a Jordania. Allí establecieron un nexo importante con grupos palestinos, preferentemente el FPLP.
La RAF creció y maduró en medio de múltiples singularidades. La más insólita fue la demonización de sus propios padres y abuelos, a quienes enrostraban no haber sido más enérgicos en contra del nazismo. Además, los hacían responsables de la prosperidad económica alemana. Les irritaba la sociedad de bienestar. Es muy “egoísta”, decían. El éxito del capitalismo iba en desmedro de los desposeídos de la Tierra. Quien mejor representó esta fobia a la generación previa fue Susanne Albrecht. Ella planificó y participó en el fatal atentado contra su padrino y estrecho amigo de su padre, el empresario, Jürgen Ponto. El atentado terminó en una sangrienta balacera, pues Ponto se defendió a balazos. Albrecht huyó a la Alemania oriental junto a algunos compinches, donde llevó una vida enigmática. Aparentemente apacible. Al caer Muro en 1989, uno de los ladrillos cayó sobre sus cabezas. Fueron detenidos. El estado de derecho los juzgó y mandó a prisión.
La insensata actitud ante sus padres y abuelos conmocionó a la sociedad germanooccidental. Sus asesinatos selectivos, del mismo modo. A diferencia del terrorismo musulmán -el cual busca la masividad de muertes y de destrucción-, la RAF optó siempre por blancos icónicos. A modo de ejemplo, por estos días se recuerdan los 20 años del atentado en Atocha, Madrid, que costó la vida a 180 pasajeros de un tren. Todos inocentes.
La RAF se situó en el polo opuesto. Procuraron el asesinato de cuanto emblema del capitalismo y del estado de derecho se les pasó por la cabeza. El listado es impresionante.
En 1975 ultimaron al agregado militar en Estocolmo, Andreas von Mirbach. Luego, vino el apocalíptico 1977. El 7 de abril, asesinaron al fiscal federal general, Siegfried Buback. El 30 de julio a Jürgen Ponto, presidente del directorio del Dresdner Bank. El 5 de septiembre a Hanns-Martin Schleyer, presidente de la Unión de Industriales. También tuvieron unos pocos fallos. El más visible ocurrió en Bruselas y fue contra el comandante en jefe de la OTAN, Alexander Haig, quien más tarde llegaría a ser secretario de Estado de Ronald Reagan.
Tras una pausa, en octubre de 1986, acabaron con la vida del director de Política General del Ministerio de Relaciones Exteriores, Gerold von Braunmühl. Tres años después dieron muerte a Alfred Herrhaus, presidente del Deutsche Bank y en 1991 a Detlev Rohwedder, exdirector de la agencia fiduciaria de la RDA. Este fue su último asesinato antes de hacer público el comunicado de su disolución.
En 1977 habían provocado, además, un secuestro cinematográfico, ejecutado junto a un comando palestino del FPLP. Capturaron y desviaron el “Landshut”, un avión de Lufthansa, que, tras un largo y aparatoso periplo por capitales europeas, terminó en Somalia, donde fue recuperado por un comando de élite alemán (GSG9) en una operación relámpago. Fueron días que mantuvieron en ascuas a la opinión pública alemana. Tras aquel fracaso se replegaron y eligieron otros avisperos como países de refugio, Yemen, Irak. Hay versiones que Daniela Klette, la que acaba de ser encontrada, pasó una larga y activa temporada en Bagdad.
Finalmente, hubo otras dos grandes singularidades. Por un lado, la dirección del grupo durante el fatídico 1977 estuvo compuesta sólo por mujeres. Ningún otro grupo muestra tal particularidad. Por otro lado, sus agitadas vidas y fatal destino, terminaron en novelas, películas y documentales. Incluso en musicals. La de Susanne Albrecht fue llevada al cine por Volker Schlöndorf (Die Stille nach dem Schuss). Quizás la figura más mítica para cuestiones artísticas fue la de Ulrike Meinhof, una periodista relativamente conocida, de clase media alta, casada, que abandonó todo por la causa guerrillera y se suicidó en la cárcel al caer en una depresión profunda. Margaret von Trotta le dedicó cintas y documentales. Otros llevaron la vida de Meinhof al teatro. Varias bandas europeas, alemanas y de otros países, le dedicaron canciones. Difícil, por ahora, visualizar si vaya a ocurrir algo parecido con la recién capturada Daniela Klette.
La estetización de las singularidades de la RAF ha sido motivo de largas y numerosas críticas en Alemania. Los hijos y nietos de las víctimas -34 muertos y 200 heridos- repudian la idea. Ahora, esperan que Klette sea condenada de manera ejemplar.
Mucho impacto ha generado su vida fugitiva post-RAF. El barrio escogido es muy tranquilo y residencial. Allí parecía preocupada sólo de mantener cierta relación con algunos vecinos. Durante veinte años, daba clases particulares de matemáticas a niños del barrio. Alimentaba palomas y paseaba un perro por las tardes.
Sin embargo, en su departamento fue encontrada una buena cantidad de armas y explosivos. ¿Cuál sería el propósito?
En los años 90, un ladino político de estas tierras acuñó una recordada expresión. “Hay que guardarlas … por si las moscas”.
El caso Klette invita a pensar que esa obsesiva máxima “mato y destruyo, luego existo” no puede tener lugar en una democracia. La fortaleza de un estado de derecho depende finalmente de cuánto persevere en cuidarse a sí mismo.
Publicada originalmente en El Líbero.