Oiga pero, ¿y su Ley de Gobiernos Corporativos? Ah sí… deme cinco minutos por favor.
Lo que en principio fue un intento desenfrenado y desesperado del Gobierno de Chile por cumplir los requerimientos exigidos por y para entrar a la OCDE, mediante una agenda corta que en tan solo ocho horas (o meses) tuvo por aprobado principalmente diversos proyectos de Ley –en su totalidad promulgados y publicados–, hoy pareciere ser un compromiso jurídico–social interno para combatir los denominados white collar crime.
A pocos días de la entrada en vigencia del nuevo texto de la Ley 20.393, tras ser intensamente reformada por la Ley 21.595 de Delitos Económicos, nuestra legislación ha experimentado sin duda uno de los mayores avances en materia de delitos económicos, con cuyo texto se busca fortalecer los mecanismos de prevención a través del establecimiento riguroso de un nuevo régimen de Responsabilidad Penal de las Personas Jurídicas, el cual tiene como principal presupuesto de imputación la ausencia o no implementación efectiva de un modelo de prevención de delitos que, a consecuencia de ello, facilitare o favoreciere la comisión. Así, con la creación de más de doscientos delitos económicos imputables a las personas jurídicas y naturales que, a consecuencia de ello, participaren en él o colaboraren directa u omisivamente, o actuaren de forma negligente, les serán aplicables un sistema sancionatorio especial que va desde penas pecuniarias (días–multas) y comiso de ganancias, hasta la extinción de la PJ, inhabilitaciones especiales y penas privativas de libertad (cumplimiento efectivo).
A efectos de evitar dicha presunción de responsabilidad, la Ley mandata a toda empresa implementar un modelo de prevención de delitos que, en atención a su objeto social, giro, tamaño, complejidad, recursos y actividades desarrolladas, considere seria y razonablemente los elementos a que se refiere el artículo 4° del nuevo texto, constituyendo la piedra angular del mismo los sistemas de cumplimiento interno, esto es, el compliance.
En armonía y correspondencia con las normas del soft law, el precepto in comento se ha articulado sobre la base de Códigos de conducta y ética empresarial, cultura corporativa, cultura de la integridad, probidad y transparencia, sistemas de gestión de riesgo y autorregulación –control interno–; todas aquellas directrices, orientaciones y principios que, convertidas en normas internacionales –hard law– como país debemos reforzar.
Desde el punto de vista teórico, ciertamente lo que está en el papel se ajusta a los estándares que hoy imperan como respuesta a la necesidad de atender y solucionar los problemas derivados de las empresas en materia penal. Empero, desde el pragmatismo, ¿dará los resultados esperados? No cuestiono el espíritu y el puño del legislador, sino la aplicación efectiva de la norma en consideración a los intereses de las organizaciones.
En otras palabras, ¿los gobiernos corporativos están realmente comprometidos con dicho deber e invertir en área de compliance? Y con lo que ello involucra: la designación de oficiales de cumplimiento dotados de independencia, autonomía, competencias y exclusividad del cargo. O será nuevamente una especie de maquillaje: «hagámoslo rápido no más; contratemos a cualquiera que se ‘defienda’ con los variados temas y se maneje en la actividad para que elabore pronto la matriz con los recursos que tenga, y sigamos trabajando; al final, es para que el Estado vea que estamos cumpliendo y comprometidos a ojos de la Ley».
En el 2019, el Centro de Derecho Regulatorio y Empresa de la UDD, a objeto de elaborar un estudio sobre la situación del compliance y manejo de riesgos en las empresas, realizó una encuesta a 85 empresas para que dieran a conocer si en ellas existe áreas de compliance. Respondieron 43. De éstas, 41 declararon contar con oficiales de cumplimiento. Y si de exclusividad del cargo se trata, solo el 34% desempeña únicamente la función de tal. Claro que dicha consulta estuvo dirigida a las empresas más grandes de Chile, por lo que el margen de incertidumbre puede ser aún mayor.
Cuál ha sido la razón que motivó a no incluir programas y oficiales de cumplimiento. Probablemente, el eslabón más débil que reforzó el escepticismo era lo que hasta entonces fue –del texto original– el N° 2, letra b), del artículo 4°, por cuanto indicaba que la Administración debía proveer al encargado de prevención –u oficial de cumplimiento– su “acceso directo”, expresión que no obstante el alto mando pudo tergiversarlo como una suerte de amenaza por intromisión y control a las actividades de la empresa, y que, depuradas éstas, el compliance officer pudiere verificar conductas riesgosas que involucraren eventuales delitos, ergo, la responsabilidad del directorio.
Si el compliance officer ha sido visto desde esta perspectiva, reducido a una especie de figura policial interna a la que además deba rendírsele cuentas, casi no existe garantía que demuestre cambios paradigmáticos, de modo que el cargo per se estaría muy lejos de ser una mera cortina de humo.
O quizás no, quizás me equivoque y ahora sí se estén tomando en serio la tarea encomendada por el legislador. Pero ¿será por una obligación legal y por miedo al régimen especial de punibilidad? ¿O porque ha arraigado en el seno de las organizaciones la ética y cultura corporativa?
No obstante cumplir por cumplir, es imperativo que todas las organizaciones, sobre todo aquéllas cuyo sector están más expuestas a enfrentar la comisión delitos económicos –financiero, seguros, industria, minería, etc.–, se estén preparando in aeternum con una mirada seria a las nuevas exigencias y desafíos que implica para empresas la puesta en marcha de modelos de prevención, planes de cumplimiento y cargos de compliance officer.
Son las dos caras de la moneda, ambas con un elemento en común: el cumplimiento del artículo 4°. No es novedad a estas alturas, que el panorama del mundo empresarial esté inquieto ante la inminente vigencia de la Ley; desde grandes a medianas y pequeñas empresas empeñadas hasta los últimos minutos en adecuar sus programas y procedimientos internos: ¿Será este un nuevo intento desesperado, ya no de Chile, sino de las empresas privadas en cumplir las exigencias, ya no de la OCDE, sino de la Ley nacional? El tiempo lo dirá.
El tiempo dirá si los modelos de prevención de delitos serán implementados con la debida seriedad; que no se deba al mero cumplimiento orientado a sólo satisfacer al Estado y a la Ley, o por una obligación legal y miedo al sistema sancionatorio, sino al compromiso que las empresas, longa manus del Estado, también han asumido con los mismos intereses y objetivos que les son encomendados. Como en el hogar, fomentar Códigos de Ética, de conducta, valores, integridad, parte desde quienes ejercen el liderazgo. En tanto priman directorios líderes que incentiven, fomenten e impulsen el cumplimiento normativo interno y legal, así como la promoción de cultura corporativa, extendida desde el seno a los mandos intermedios y a toda la jerarquía empresarial, habrá un buen funcionamiento de los controles internos y programas de gestión de riesgos.
Y, en la misma línea, respecto al compliance y compliance officer me atrevería a decir que –con esperanza– su reconocimiento no se deba por ver en él una especie de “amenaza” instaurada al que deba temérsele, objeto de nuevos focos de responsabilidades e imputaciones, o por una “necesariedad periódica”, o un costo para la empresa. Al contrario; que si bien un área de prevención y cumplimiento, sea también vista como una inversión de aquella mano fundamental que no sólo vela ayudar a personas jurídicas y naturales que la forman, sino también a mejorar, desde una mirada macroempresarial, la imagen corporativa y de la organización toda; y reconocer, por tanto, que sin tan imprescindible fuselaje, la visión, confianza y rendimiento, difícilmente llegará a buen puerto.
Por de pronto, sólo queda esperar los resultados.
¿Hablarán por sí solos? Que cada quien le dé el sentido.
*Por Juan Pablo Echagüe, practicante Clínica Jurídica.