Cristián Fuentes Vera Académico Escuela de Ciencia Política, Universidad Central
Sin embargo, nos encontramos con parámetros que no responden a los criterios tradicionales, reemplazando el voto por las firmas y resaltando la función de los notarios como ministros de fe que, ni más ni menos, le dan soporte a nuestro sistema de convivencia.
Parece del todo justo que los partidos políticos chilenos funcionen con padrones que contengan a aquellas personas que ejercen efectivamente su militancia, asegurando transparencia y evitando cualquier oportunidad para realizar algún tipo de operación fraudulenta, pero otra cosa es depositar la confianza pública y, con ello, el vínculo que otorga legitimidad al principio de representación, a un constructo procedimental alejado del sufragio universal, secreto e informado que da sentido a la democracia.
Pareciera que, junto a formas censitarias, plebiscitarias o directas, aparece la notarial ―rareza chilensis donde un colaborador de la justicia, una especie de subcontratista de los tribunales, posee la llave que permite legalizar a partidos y candidatos que salen a la calle acompañados de dicha figura, con el objetivo de solicitar a los transeúntes que se dignen a prestar su rúbrica para poder cumplir con los fines que emanan de su naturaleza. Sorprendente, por decir lo menos.
Algunos argumentan que si no existiera esta exigencia, brotarían partidos sin mayor apoyo, fragmentando la oferta política con agrupaciones que serían un poco más que un timbre y una campanilla (como se decía antes: el timbre para sellar los documentos y la campanilla para iniciar las reuniones). Esto es confundir lo importante con lo accesorio.
La dictadura estableció tales condiciones porque no creía en los partidos, ni en la democracia, ni en el voto como instrumento dirimente que expresa la soberanía popular. Para ella, debían concurrir frenos y contrapesos a la voluntad de una mayoría nunca confiable, así como reglas muy estrictas a grupos que tendían a monopolizar el poder, sustrayéndolo de las organizaciones intermedias que constituían las verdaderas representantes de la sociedad (concepto inspirado en el corporativismo franquista que entusiasmaba a los fundadores del régimen).
De allí derivan las elevadas cantidades de firmas requeridas para ―prácticamente― cualquier acción de representación que se lleve a efecto y que, por desgracia, se han repetido en todas las leyes destinadas a reglamentar las elecciones en Chile.
Ya es tiempo de volver a la normalidad. Las barreras de entrada para participar en el sistema partidario deben ser razonables y cimentarse en la cantidad de votos obtenidos. Para restaurar la salud de nuestra democracia, no es bueno atacar el síntoma y olvidar la enfermedad.